20070325

Santiago...por no parar [2]

Dejo el hotel San Roque, con cierta melancolía. Al final me he hecho a él y a su staff, tan entrañablemente familiar. Contento por encontrar en recepción un extraño grupo: dos belgas, con su hijo, guapísimo, que se afanaba en falar galego con un acento apreciable. A su lado revoloteaba una inequívoca recién estrenada novia, que mantenía contacto físico permanentemente con él, sin duda, en un intento de retenerle, tras quedar presa de él anoche, entre gemidos ahogados: demasiado cerca la habitación contigua de sus flamantes suegros.

Ante sus manifiestas dificultades, les ayudé a localizar el hotel en el mapa de la ciudad, mientras desayunaba, y pude saber entonces que los padres marchaban, mientras que el chico iba a quedarse unos días más, imagino que con la secreta intención de repetir la sesión nocturna con más libertad, ahora que sus progenitores estarían demasiado lejos para poder escucharle fornicar.

La joven era tierna, bastante gallega: dulce y demasiado frágil quizá. Él, sin embargo, era de esos hombres jóvenes con el que yo mismo formaría una familia –mamá, te presento a Johann-, por lo que no pude evitar dedicarle unas cuantas miradas de aspecto despreocupado, pero secretamente colmadas de deseo. Así acaricié de modo furtivo sus piernas, su nuca, sus dedos, doblando el mapa, y aquellos labios rosados que llegaron a perturbarme por un instante, mientras sonreían.

Más tarde, mientras leía el periódico en la Praza de Inmaculada, sentado al sol, olvidado el muchacho y calmada la calentura, apareció de improviso nuevamente el grupo.

El hombre mayor, se sentó a mi lado. Demasiado cerca –fue entonces cuando les identifiqué- las dos mujeres me rodearon sin que prácticamente pudiera darme cuenta, y el muchacho bilingüe nos tomó una fotografía a los cuatro, que mostrábamos amplias sonrisas. -
Moitas gracias-, me regaló el fotógrafo mientras rozaba mi hombro con aquellas manos que había imaginado recorriendo mi cuerpo tan sólo unos minutos antes. Gracias amigo, repitió, marchándose con los demás en dirección a la Praza de Cervantes, con su cámara al cuello y todo mi amor dentro de ella.

Mientras seguía con la mirada su trasero, redondo, impulsando sus muslos, no conseguía desentrañar los sentimientos que me estaba evocando lo ocurrido. Una extraña mezcla de amistad, pérdida, triunfo y desazón. El había decidido llevarme a su lado.
Guardarme. Archivarme para siempre y atrapar mi alma, digitalizándome para siempre en unos cuantos megapíxeles. Quizá una vez en su destino, lejos de aquella novia, cuyo recuerdo no permanecerá más allá de dos o tres semanas en su cabeza, decida volcarme en el disco duro de su ordenador portátil mientras saborea una cerveza despreocupado...
Lo cierto –y dondequiera que acaben esos miles de bytes casi furtivos, algo de mí se estaba marchando con ellos, cautivo. Algo genuinamente mío e íntimo. Algo que en un instante le entregué envuelto en mi sonrisa abierta, que secretamente le acariciaba a través del objetivo. Es posible que, cuando descargue la imagen en su casa, una tarde, decida -sin saber exactamente porqué- utilizarla para siempre como salvapantallas, desde el que le sonreiré eternamente sin saberlo.

No hay comentarios: