A veces parece que está allí. Al fondo del callejón. Como una luz tenue que revienta al fondo con miedo. Y puede que esté. Pero no es un tributo. No es un pago por una factura pendiente. Nada le importa al azar. Llega –si llega- porque tiene que llegar. No-toca. Ni tocaba, ni el maldito “ya era hora que me tocara”. Por eso no merece la pena que quedemos esperando. Lo que deseamos llegará, mordaz, -o no- y eso es, y será todo.
Solo que, a veces, sentimos la tentación de negarlo todo, de sentirnos ingenuos, torpes, desmerecidos, o maltratados. Y entonces nos entristecemos, buscando nuestro turno. Miramos desde el fondo del callejón, buscando Nuestra Vez, que dudosamente llegará si la suerte nos ignora. Será un accidente. Entonces, esas veces, nos harán llorar, por la misma pena. La desilusión de los niños se hará con nosotros. Nos dolerá, mientras luchamos por no entender la Regla. Comprobaremos, una vez más, seguramente con dolor, que todo sigue siendo casual, como siempre.
Y quizá volveremos una vez más a casa. Con nuestra mejor chaqueta de punto. Buscando la voz que debería calmarnos. Consolarnos. Predecirnos un destino lleno de sueños y de deseos cumplidos. Pedirnos paciencia, como siempre. Tiempo de espera, confianza. Hacernos sentir confortables con el destino. Darnos esperanza para el siguiente tramo de vida. Aunque para entonces ya sabremos que se trata todo de una mentira que se cuenta a los niños, de noche, cuando los monstruos les visitan en las sombras.
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