20071015

Lo Bello y Lo Feo [3]

Fue un martes de un otoño incipiente –en este recorte de periódico olvidé incluir la esquina de la fecha- en que lo Bello y lo Feo se encontraron, acorralándose en una calle estrecha de mi barrio. Si miras bien aún permanecen las marcas de su encuentro: girones de gasa y escupitajos que uno y otro dejaron adheridos al ladrillo de la fachada del estanco. De pronto, el sol enmudeció, intentando desalojar las nubes que luchaban por anochecerle. Dijo la tele que fue un eclipse parcial de sol. Pero en el barrio sabíamos de qué se trataba –a menudo, los telediarios intentan confundirnos y, si no conoces de primera mano el evento, pudieras creerlos-.

Lo Feo lanzó una bocanada de fuego, de su hedor característico a gases de lujuria y, con su penetrante mirada parecía desafiar a Lo Bello, mientras –únicamente- se limitaba a mostrar sus mejores galas y calidades.

El niño chino de la mujer china de la tienda de los chinos se escondió en las faldas de su madre. Mi vecina de abajo salió al balcón –la escuché desde la cocina- y gritó: -¡Lo Bueno y Lo Malo!-, y cerró la contraventana, convirtiendo en un búnquer su soleado salón.

A sus gritos, Lo Feo, se invistió de Lo Malo, sintiéndose aún más poderoso. Sabiendo que era eso lo que siempre había querido aparentar: no bastaba con ser Feo; feo se es sin voluntad. Pero malo se construye uno a sí mismo con voluntad, con deseo, con desdén sobre uno mismo y los demás. Y dejó soltar una carcajada, reconociendo su nueva esencia y haciendo gala de ella.

Lo Bello se apresuró a tomar todo Lo Bueno que encontró a su alcance: obras de caridad y perdón. Compasión y amistad. Estética y dignidad. Lo trasvistió todo de letras mayúsculas, de oro puro y lo enredó en torno a su cuello, luciendo las nuevas galas que, a su sano juicio, le correspondían.

El niño chino comenzó a llorar, asustado. Con esa angustia infantil que todos sabemos recordar en un llanto de niño. Entró en la tienda china de su madre y se puso a salvo. Mi vecina de abajo espiaba por una rendija de la madera de barco, sin poder dejar de mirar. Todos esperábamos sangre.

De pronto, el cielo, tras el famoso eclipse parcial de sol, se tornó rojo de desaprobación. Rojo sangre y fuego. Rojo regla y herida. Rojo distancia. Rojo intenso de hemorragia.

Las dos fuerzas, Bello y Feo, Bueno y Malo –confundidos ante el barrio por un momento- sintieron que eran iguales. Equipeligrosas. Isoamenazantes. Y decidieron apocarse aquella tarde por no acabar con la Eterna Contienda. Cada uno se consumió en su propia energía y supieron disiparse a tiempo. Justo a tiempo. Antes de que el niño chino agarrara una rabieta de desesperación y dolor infantil. Y quedó solo en angustia. En amenaza. En estuporosa contemplación tras los visillos.

Lo único que quedó tras consumirse todo aquello en el callejón fue el cielo rojo. Rojo sangre y rojo pasión e intensidad. Otras tardes –creo que fue después de comer, sobre las séis- el cielo se sobrecoje de heridas y de hemorragia. Secretamente, Bello, Bueno, y Malo y Feo se amenazan con la boca y con sus mejores galas sin lograr adeptos en mi barrio.

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