20090802

Lo Bello y Lo Feo [4]

A veces no sé cómo manejarlo. Me asomo al mundo por una ventana que da a un patio muy feo. Gris, triste. Sin dientes. A veces necesito un respiro. Como cuando siento que no puedo ir al Tendido a desayunar, y tengo que ir al Plata. Como un refugio.

Cuando me sorprendo a mí mismo en éstas, me siento culpable y ruin. Hago mi trabajo porque es lo que quiero hacer. “Me voy a quitar este pendiente del Ché y me voy a poner una esvástica que también me gusta mucho”. Y sonrío distraído mientras tengo a mi lado un cubo a rebosar de jeringuillas usadas, a pesar de que podría entrar yo mismo dentro.
Martillos hidráulicos fuera y el inodoro atascado. Tatuajes a golpe de aguja e hilo. El olor a mierda del humano que ha comido mierda. Carreras de chutas en la yugular de arriba abajo, que se esconden más allá de la camiseta rota y sucia y que le recuerdan a todos quién es cada personaje de esta trama y quién seguirá siendo hasta que amanezca muerto.
A veces lo feo se despereza con escándalo y me pega un manotazo que me desestabiliza. Sin hacerme perder el equilibrio del todo, pensando que no va a acabar nunca. Temiendo no poder con ello y abandonar en algún punto del camino antes de la meta. Porque en realidad no hace falta que yo esté. Todo seguirá su rumbo aunque yo me marche. Por eso tengo la tentación de dejarlo ahí: porque sé que no pasará nada…

Lo feo no me impresiona casi. Después de muchos años trabajando así he generado una especie de autovacuna. Si me quiero ir, o si necesito otro paisaje a mi alrededor no es porque me sienta impresionado. Es sólo que necesito ver algo más apacible, como necesitamos el calor cuando tenemos frío o viceversa.

Casi siempre, en medio de todo, hay alguien que me mira con unos ojos distintos. Y que me acoge en esas minúsculas pupilas sin esfuerzo, como invitándome a entrar en su mundo y como pidiéndome que sea yo quien le pinche en la yugular. Me dejo hacer. Seguro de caer en la trampa cada vez. Pero sin evitarlo, entro y preparo la chuta en su nombre, y la clavo, empuñándola con destreza. Con una sola mano, mientras reservo la otra para secar el hilillo de sangre que brota manchando la camiseta una vez más que se empapa silenciosamente mientras esas minúsculas pupilas desaparecen en lo alto poco a poco dando paso al letargo de la muerte pasajera y conocida.

Y ahí me quedo solo nuevamente. Sin saber qué hacer. Y es cuando necesito mirar a otro lado, a un paisaje más amable y con otro color distinto al de la sangre o al negro de las almas. Sin saber cómo manejarlo.

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