De pronto, una angustia devastadora me paró en mitad del camino y me invadió de imprevistos. Con qué inconsciencia estaba viviendo ese momento. Con qué irresponsabilidad estaba derrochándolo. Ese momento efímero, que se consumía –que, de hecho, estaba a punto de terminar- a la velocidad con que arde el cabo de una vela seca y vieja, me producía una especie de cosquilleo en alguna parte de mi estómago. Por eso decidí vivirlo con toda su intensidad, y por eso escribí este post aquel día. En un intento de hacer consciente la sensación de no saber. De seguir inventando. Imaginando. De disfrutar de todo aquello que aún desconocía de él.
Sabía –además de las cosas evidentes, que no eran pocas- que su voz sonaba firme y que era nervioso; que por tanto, sus pupilas revolotearían detrás de sus gafas, tocándolo todo. Y lo sabía, simplemente porque había decidido saberlo. Y sabía, además de todo esto, que era de sonrisa fácil, y que, a veces se quedaba callado de pronto, mesando su flequillo. Clavado en un punto fijo. Imaginaba que era divertido e inquieto. Había llegado a decidir saber que bajo su mentón dormía una pequeña cicatriz desde los ocho años.
También quise saber a voluntad que le encantaba pasar horas en la cama los domingos, olvidándose de las otras estancias de la casa, y que sólo bebía cerveza además de agua.
Pero no sabía si tenía vello en las piernas, si fumaba o si toleraba que los demás hablaran de él a sus espaldas. Si removía el café en sentido contrario a las agujas del reloj o si su habitación estaba pintada de su color favorito.
Sabía que, desde hacía unos días, él fantaseaba sobre mí igual que yo sobre él. Que nos estábamos inventando una vida del otro. Y, finalmente, yo sabía que no sabía lo que sabía de forma certera. Seguramente pensaba –como me pasaba a mí- que yo era mejor de lo que era realmente. Los dos lo necesitábamos probablemente y, sobre todo, a los dos nos divertía aquella situación. De eso estábamos seguros. Desde el principio: “este tipo de situaciones conflictivas me parecen muy divertidas”. Queríamos tener un compromiso “Viva Topi” y poder escribirnos un mensaje de felices sueños cada noche.
Pero aún así, aunque la urgencia se instalaba entre nosotros, como un tic parpebral, yo no estaba dispuesto a prescindir del placer de demorar el momento de conocerle. De saber que estaba a punto de temblar frente a alguien a quien no había visto nunca; de quien no sabía que existía.
Imaginaba los últimos instantes antes de romper el hechizo. En el aeropuerto, en la estación de tren o en aquel café que estaba a punto de sugerirle cuando programaba con él el primer encuentro mientras escribía este post.
Deseaba que llegara el momento, pero no el último, sino el inmediatamente anterior. La última décima de segundo antes de verle. No para vivirlo, sino para congelarlo eternamente, y así saber que no tendríamos que conocernos nunca. Que podríamos ser desconocidos en el momento culminante de nuestras vidas. Como tocarnos desde ambos lados de un cristal.
Hacer de esos últimos instantes un bucle sin final, en el que la tensión fuera creciendo hasta el nivel máximo. Justo antes de abrir los ojos después de parpadear y encontrarle al otro lado. Dejar el final en suspenso de manera eterna. To be continued… para siempre.
Hasta entonces podría seguir imaginando que hablaba con un acusado acento catalán que le hacía más dulce, y que torcía el pie izquierdo un poco hacia adentro. Seguía teniendo licencia para retocar a mi antojo el bajo de sus pantalones si quedaba demasiado largo . Por eso, había decidido, antes de volver la última esquina, permanecer allí siglos estelares y edades ciegas, por prolongar la incertidumbre, como un orgasmo lento que no termina de llegar, pero por eso nunca acaba. Eterno. Acariciando con deseo lo que estaba a punto de haber sido lo que pudo ser, y no dejamos que sea para que no pierda su esencia.
Aguantándole el paso para no correr por el andén. Inclinando la cabeza hacia un lado al aparecer tras las puertas de la terminal, anunciando tu presencia en barajas. Dando un bote en el café al verme por uno de los ventanales que daban a la calle por la que yo llegaba.
Y después su sonrisa abierta de par en par para detenerlo todo. Para saber lo que los dos acabábamos de perder sin remedio y para siempre. Nuestras ausencias mutuas. Nuestras ilusiones y todas las mentiras que nos habíamos estado contando para llenar la falta de verdad. Todas las mentiras que aún nos hubieran quedado por decirnos de no haber sido porque con nuestro encuentro habíamos permitido que la realidad existiera.
Por eso decidí no verle nunca. Y enamorarme de él. Y pasarme el resto de la vida a su lado, tras un cristal invisible. Inventé una excusa, absurda que inmediatamente aceptó comprendiendo la verdadera razón. Seguir manejando nuestras respectivas mentiras y dejar que se hicieran verdad. Que se convirtieran en lo que siempre habíamos –había- deseado.
Y comprobé en ese mismo momento que aquel chico, finalmente, era exactamente como lo había imaginado. Justo lo que yo quería.
20081023
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2 comentarios:
Muy guapo el post
Después de la cervecita de ayer, ya sabes que nos conocimos y que mereció la pena.
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